lunes, 30 de septiembre de 2013

Las abuelas

Agnés Varda, la abuelita del cine de la nouvelle vague, tomó la videocámara y grabó sus manos. Sí, sus manos: con sus arrugas, con sus manchas, le avisaban que el final estaba cerca. Mi bisabuela falleció. El diagnóstico hace años implicaba que si no dejaba de fumar moriría más pronto; el diagnóstico (el otro diagnóstico, siempre el otro diagnóstico) implicaba que si dejaba de fumar moriría más pronto. "¡Qué va! ¡Pues a fumar se ha dicho, que lo hago desde los trece! ¡Igual me voy a morir más pronto!" Siempre conté la anécdota pensando que jamás se iría, a la vez que siempre la conté sin haber estado con ella, quien vivía en otras ciudades.

Cuando me dijeron era sábado en la madrugada. Yo estaba en un trance de sueños perdidos y mi hermana entró a mi cuarto para decírmelo. "La abuela Ema ya..." No tuvo que decirme más. Quise subir las escaleras y abrazar a mi abuela. Su mamá siempre la trató mal, pero la quería. Y ella la quería. No pude subir. Pasaron horas de sueños devueltos a mí, sueños que no recuerdo. Y llegó la luz del sol, junto con las llamadas telefónicas que me despertaron.

Cuando abracé a mi abuela, vestida en blanco y negro, me dijo que "así es la vida; esas cosas pasan". Y sí, esas cosas pasan. Y sí: así es la vida, y así es la muerte, que no pueden separarse aunque creamos que ganamos tiempo. La abuela se fue y tomó un avión para cerrar un ciclo, el ciclo más largo de su vida hasta ahora, quizá sólo más pequeño que su vida misma. Me despedí y esperé en la puerta hasta no poder verla.

Me acuerdo... Me acuerdo de los juegos de palabras en mi cabeza cuando era niño, cuando era niño y la gente comía semas con la abuela Ema. Me acuerdo de su abrazo y de cómo siempre me trató bien aunque la escuchara enojada con el resto del universo. Me acuerdo de cómo fumaba y de cómo tosía y no dejaba de toser. Pienso ahora en que mi tos quizá tiene una reminiscencia suya y me da gusto saber que la llevaré para siempre.

Como he dicho, la abuela Ema siempre vivió en otra ciudad. Planeaba visitarla en cuanto pudiera, en las primeras vacaciones, en el primer puente en que me escapara. Pero no alcancé. Y una parte de mí ya sabía, aunque no lo entendía, que lo más seguro era que no la alcanzara.

Dije el otro día que la abuela Ema se nos adelantó. Alguien me hizo un recordatorio de lo verdaderamente vieja que era ella. Yo perdí la cuenta de su edad hace mucho tiempo. Quizá no se nos adelantó, sino que llevaba un pago retrasado con la vida en años. Y se lo cobraron. Y se fue. ¿Adónde? No lo sé.

Tiendo a creer que siempre nos quedamos. Quiero creer que nuestra forma de existir cambia, que nuestra consciencia es otra, aunque quizá inconsciente de sí.

Quiero decirte adiós, Ema. Quiero decirte adiós para que me abraces, y entonces te salude de nuevo.

Quiero decirle hola a tu nariz de codorniz, quiero mirar tus lentes gruesos y sentir otra vez que hay todo un mundo por descubrir. Porque lo hay. ¡Va por ti!

Por ahora, mi abuela sigue caminando, con la frente en alto. Y con una sonrisa que lleva detrás muchos años de dolor, con un hábito de mal humor, pero así: con una sonrisa.

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