martes, 6 de agosto de 2013

De vías, transportes y alumbrados públicos

Siniestro. En la avenida por donde corre el tren ligero me encontré otra vez con aquellos que duermen sobre cartón y sin techo más que la sombra de un edificio. Sombra que, como todo, de noche se les esconde a ellos, pues ese tramo ni siquiera está iluminado por las farolas callejeras que en otros lugares bailan, encendiéndose y apagándose.

Decenas de rostros después, estoy solo esperando el autobús. Qué ingenuidad: estoy afuera de una gasolinera y llego justo cuando mi camión va pasando. Así, otros cuatro que sí alcanzan a mirarme se van como si nada. Camino una cuadra más, a un lugar tan poco concurrido que jamás pensaría que un alma se pararía ahí. Pero se para.

Ya en el autobús, me siento hasta atrás. Hay luz suficiente para leer sin que sea siquiera poco molesto; lo hago. A dos asientos a la derecha hay un chico con un arreglo de globos rojos y rosas. Al cabo de un rato, un sujeto me pide permiso para sentarse a mi izquierda. Al tratar de hacerlo, su trasero me golpea la rodilla accidentalmente. Se disculpa. "No pasa nada." Dice algo, pero no alcanzo a escucharlo porque estoy usando audífonos. Huele raro. ¿Algún perfume feo?

No, no. Huele como a una bebida. ¿Cuál bebida? ¿O sólo a algo en una bebida? No consigo descifrarlo y sigo leyendo.

Minutos más tarde, dos chicas están por bajar del autobús. Escucho que alguien chifla. ¿Alguien chifla? La música del momento me hace dudar del recuerdo. El chico a mi izquierda profiere en voz alta piropos baratos a la mami que está más cerca de la puerta. Me molesto, me indigno; no soy el único: su amiga se da cuenta de lo que está pasando y voltea la cara, enfadada. Ella, en cambio, ni siquiera va a dignarse a voltear, pero para él pareciera que no importa que no le dé la cara: ya le ha dado las nalgas para verlas.

Ante la mami sin rostro, siento una molestia tremenda, no tanto ya por el sujeto a mi lado sino por la impotencia que cargo y me carga. La impotencia no es potencia perdida, sino convertida en fuerza aplicada en dirección contraria a la voluntaria. ¿Y las consignas feministas? ¿Y los ideales? ¿Y los reclamos? Todo eso se queda en mi boca cerrada por ahora: ¡huele a alcohol!

El sujeto trae una botella. Lo sé desde hace rato, y me animo a voltear por si es de vidrio. Es de plástico. Estoy a poco de decirle algo, de reclamarle, pero temo que se ponga más violento. Tengo miedo, tanto que quizá aun sin el alcohol habría tenido suficiente pavor como para quedarme callado, y el silencio oprime. Oprime tanto que las mamis se bajan y no digo nada. Él acerca su cabeza a mí, a la puerta, le grita: que te vaya bien. ¿Así como? ¡Carajo!

Desde los piropos que me quité un audífono y dejé de leer. Parece que el sujeto de al lado se ha dado cuenta. Parece que se ríe de mí y me insulta, pero se queda en eso: sólo se ríe, como sabiendo que el daño ya está hecho y que no puedo hacer nada. Y no tengo el coraje para decirle lo que ni siquiera sabe que acaba de hacer.

Me marcho, bajando yo también del autobús. A mí nadie me grita, ni me chifla. En la memoria, que a veces se contradice, tengo al autobús oscuro, iluminado sólo por la luz de la calle, la luz que no tienen los indigentes de Federalismo, la luz que ilumina a las mamis cuando vuelven a violentarlas. Y esa luz, al ser tan tenue, quizá haga más fácil que no sea la última vez de la noche.

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